Mañana temprano me voy a Barcelona.
Tan temprano que no sé qué narices hago despierto a estas horas todavía. Bueno, si lo sé, es que no tengo ganas de que ese mosquito primaveral que se ha agazapado en mi habitación empiece a posarse en mis orejas. Es tremendo, ¿cómo es posible que a todos los mosquitos que he conocido, nocturnamente claro, les encante zumbarme al oído? Aunque bueno, el de anoche no se contentó con eso, durante toda la bendita noche. También llevo una marca suya en el dorso de la mano derecha. ¡Vampiro! ¡Que ya tengo mi trabajo para que me chupen la sangre!
El caso es que mañana temprano me voy a Barcelona. La verdad es que sin la opción de quedarme a la vuelta para verla, no tiene nada de atractivo. Es más, creo que va a ser la primera vez que me coja otro avión de vuelta.
Sé que voy a llegar al aeropuerto con tiempo. Me sacaré el billete en los trastos automático-modernos que hay ahora, que la verdad te hacen el apaño. Luego pasaré por el detector de terroristas. Me tendré que quitar el cinturón. Cómo me jode tener que quitarme el cinturón... Luego me tomaré mi tiempo en volvérmelo a poner. Total, sé que voy a llegar al aeropuerto con tiempo.
Me iré a la cafetería que hay a la entrada, por la zona D, y me pediré un café y algo más. El algo más todavía no lo he decidido, la verdad. Mejor, sorpresa.
Me sentaré a esperar a que abran la entrada al avión, que siempre se me hace larga. Imagino que me dedicaré a mirar a la gente, muchos de ellos como yo, que madrugan para ir a trabajar a la Ciudad Condal. Ah, y me pondré de los nervios cuando la gente empiece a amontonarse haciendo cola antes de que abran. Señora, que los asientos están numerados coño, y que le darán caramelos de todas formas.
Cogeré un periódico que no me leeré, y que me guardaré en la bolsa para ver si me lo leo en otro momento, y que me traeré de vuelta a Madrid sin leer y que apilaré en el montón de periódicos que no me leo que hay en mi casa. Es posible que saque el libro que me estoy leyendo: "The Dead Zone", el primero que cojo de Stephen King, y que no está mal, pero tampoco le haré mucho caso. Igual cabeceo, depende de la cafeína, mientras miro por la ventana.
Me gusta mirar las nubes. Arriba todo es muy tranquilo, pese al zumbido del avión. Aunque bueno, a veces hay alguien que ronca. Alguien incordiará, eso por descontado. Pero a las nubes no les importa.
Pasaremos por encima de la ciudad del Puente de Piedra, de la Basílica, de los "adoquines" y del latir fuerte de mi corazón. A veces, si hay niebla, perdón, si está nublo, se ven las aspas de los gigantes de metal girar por encima del manto gris.
Miraré para abajo y mi mente también volará. Volará hasta una habitación, lejos, muy lejos, donde una tenue luz naranja empieza ya a inundar la estancia. Donde bolsos y abrigos cuelgan de sillas, perchas y esquinas. Donde seguro que todavía hay un brik de zumo tropical cultivando la vida cual caldo primigenio junto a una lata de sardinas. Encima de una balda de una estantería, un peluche rosa con un ojo morado sonríe. Claro, está muy cerca.
Allí es donde reposa, a punto de saludar a la mañana, una niña. Ella.
Y mi mente vuela, flota, planea y aterriza despacito junto a su almohada. Y se despereza, se estira, resopla y se da la vuelta. Abre los ojos y los vuelve a cerrar. Y justo, justo en ese instante, mi mirada se cruza con la suya, a través de la cortina naranja, a través de la ventana, a través de esas nubes que tanto me gustan mirar.
- Buenos días - le deseo, desde el aire.
Es temprano todavía, y ya llegamos a Barcelona.